Un ecuatoriano me dijo una vez que si no conocía Quito


Por allá en el 2000 conocí en un bus, entre Madrid y Sevilla, a un ecuatoriano que se interesó en mi porque le incomodé abriendo la ventana del bus mientras yo disfrutaba del viento y del paisaje cuando llegas a Andalucía y ves que el sol ama una parte de la tierra española.

Ese ecuatoriano de nariz puntiaguda, pelo largo y anteojos, cogió confianza en pocas semanas y nos hicimos, no amigos, compinches y probamos juntos una hierba extraña en la Feria de Sevilla. Cogió confianza y me pedía prestado el cuarto de la Universidad para acostarse con una amiga, con otra chica, con la misma chica.

Ese ecuatoriano que balbuceaba el francés y era profesor de una universidad en su país, me contó que en junio o julio se iba a hacer una exposición en La Sorbona y yo le admiraba no solo por eso, sino porque me acompañaba a burlarme del café español, que en nada se parecía al aroma y sabor del nuestro. Nos reíamos también de las magdalenas, que no eran sino unas tortas infladas que en nada se parecían a nuestras deliciosas tortas de maíz latinas.

Él se fue a La Sorbona y yo me quedé solo en el cuarto húmedo y maloliente de la universidad española, recluído por lo que parecía un virus que había traído del Caribe donde vivía. Él cuando volvió de París me dijo que tenía que conocer Quito, que no me preocupara por la ciudad de la luz, «¿De cuál luz? ¿Del lujo? ¿del café de muchos euros que no tienes para pagar?»

Dieciocho años después yo aterricé en Quito por casualidad, cuando Wingo llegó con una promoción al país y Javier y yo nos pegamos la escapada acostumbrada. Yo sabía por aquel ecuatoriano, que conocí en un bus de Madrid a Sevilla, que Quito me iba a asombrar y cuando lo conocí no pude más que darle la razón.

Hoy recupero estas fotos después de una pérdida fortuita y me complazco con los recuerdos de Quito que hacen flash en mi mente, como el de la señora que rumoraba «lleve los heladitos» pero nadie la escuchaba y sin embargo le compraban.